El sacrificio de la marioneta
Hace mucho tiempo, en un país muy lejano, vivía un titiritero. Recorría los caminos con una mochila a cuestas en la que guardaba sus marionetas y un pequeño escenario que había construido él mismo. Caminaba y caminaba, recorriendo pueblos y ciudades, y cada vez que veía un niño sacaba sus bártulos y le deleitaba con una función. Tenía un par de marionetas viejas y un montón de disfraces con los que cada vez creaba nuevos personajes para ellas. Cuando llegaba a un pueblo, los niños se arremolinaban a su alrededor y le pedían que creara un cuento nuevo para ellos.
Cierto día, cuando ya estaba a punto de colgarse la mochila a la espalda y partir, llegó corriendo un niño y le pidió que esperara un poquito más. Le dijo que su hermano estaba enfermo y no había podido ir a la función, pero que le gustaban muchísimo los títeres y que si podía por favor ir a su casa a contarle un cuento. El titiritero no se lo pensó dos veces y siguió al niño hasta su casa. Allí se encontró al convaleciente metido en su camita y le contó su cuento. Un cuento nuevo que nadie había oído, porque al titiritero no le gustaba contar sus cuentos dos veces. Una sonrisa se dibujó en las caras de los niños. Cuando vió cómo la ilusión se asomaba a sus ojos, el titiritero se enterneció y les regaló sus marionetas. Al fin y al cabo, les dijo, ya estaban viejas, ya tocaba hacer unas nuevas.
Salió de la casa con su teatro a cuestas, contento de haber hecho felices a los niños. Echó a andar hasta el siguiente pueblo y allí pidió asilo para esa noche y un poco de pan para aplacar su hambre. Pero las gentes del pueblo le tomaron por un vagabundo y le echaron con cajas destempladas. Antes, cuando llegaba con sus marionetas y hacía reír a los niños (y a todos, claro, pero eso no se decía muy alto), todos se desvivían por atenderle. Ahora no era más que un mendigo que no servía para nada. Se tumbó al pie de un árbol (menos mal que era verano) e intentó conciliar el sueño. Estaba preocupado por cómo le habían tratado y porque no sabía cómo iba a sobrevivir hasta que lograra hacerse con otras marionetas. Cerró los ojos y soñó. Soñó con sus marionetas y soñó con los niños y soñó que ellos sabían la respuesta.
A la mañana siguiente se levantó de buen humor (aunque tenía el estómago vacío) y puso rumbo al pueblo donde había dejado las marionetas. Cuando estaba acercándose oyó que las campanas de la iglesia tocaban a muerto. Se acercó con el corazón en un puño al cementerio y aterrado miró dentro del ataud. Cuál no sería su sorpresa al ver allí a una de sus marionetas, vestida con el camisón del niño y con las manos cruzadas en el pecho. Alzó la vista y vió un par de sonrisas. Los dos niños le miraban y se reían.
– Un ángel llegó esta noche y me quería llevar con él, pero tu marioneta le dijo que ella se iría en mi lugar. Por eso le estamos haciendo los funerales. Toma, aquí tienes la otra. ¿Te quedarás con nosotros hasta que hagas una nueva y nos contarás más cuentos?
Con lágrimas en los ojos, el titiritero abrazó a los niños y les prometió que se quedaría con ellos todo el tiempo que quisieran. Nunca llegó a construir otra marioneta, pero eso ya es otra historia…
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